Por María Fernanda Figueroa Estrada
Abres los ojos e inconscientemente sabes que es hora de prepararte para ir a estudiar. Sabes que tu mamá llegó a despertarte, pero realmente no recuerdas cómo sucedió y no estás segura de cómo despertaste. En fin, te estiras, te levantas, tomas todas tus cosas para bañarte y sales de tu cuarto. En el camino al baño sólo puedes pensar en que tienes muuuuucho sueño y te preguntas cómo sobrevivirás al día. Entras al baño y abres la llave de la regadera lentamente hasta encontrar la temperatura cálida perfecta... Luego comienzas tu baño, que haces automáticamente mientras tu mente planifica detalladamente lo que debes hacer el resto del día, aunque probablemente la mayoría de actividades no terminen saliendo de acuerdo a tus planes. Te das cuenta que tienes demasiado que hacer, pero decides que preocuparte no vale la pena. Aprovechas para agradecer al Creador por un nuevo día, por una nueva oportunidad y por todas las cosas maravillosas que te rodean.
Sales y terminas de arreglarte. Comienzas el ritual de intentar que tu pelo tome forma, aunque sabes que es impredecible. Recuerdas que no pudiste guardar algunas cosas la noche anterior, así que lo reúnes todo y lo pones en la mochila. Luego vas a desayunar, el mismo desayuno de todos los días. Sorprendentemente el tiempo pasa volando y en seguida sólo escuchas a tu mamá recordándote que el bus está a punto de pasar. Te terminas la leche de un trago y vas como una maratonista al baño para lavarte los dientes. Luego corres por tus cosas mientras tu mamá te espera en la puerta y sales, no sin antes ponerte el suéter porque ella te advierte que afuera hace frío. Mientras esperan el bus en la parada hablan de los colores del cielo y de que el perro del vecino ya no sale al balcón. Pronto llega la monitora y, casi sincronizados, el bus.
Te subes y adecúas tu plan inicial. Pensabas que durante el viaje leerías la página que ya no leíste anoche para no quedarte dormida sobre ella, pero te das cuenta que el cielo aún está muy oscuro y que por el momento es imposible leer cualquier cosa. Decides que leerás un poco más tarde, cuando esté más claro. Así que sacas tu celular y programas una alarma para las 6:15, y una a las 6:20, y una a las 6:30, y una a las 6:40 porque sabes que no despertarás con la primera. Luego te acomodas contra la ventana y te dispones a cumplir con la finalidad que estás segura que tienen los viajes en autobús: dormir. Ya estás dormida, pero por algún extraño motivo abres los ojos justo cuando llegan a la parada de la gasolinera y a tiempo para evitar que te despierten. (Si lo estás leyendo, sabes que me refiero a ti). Luego de asegurarte de estar a salvo, vuelves a cerrar los ojos y en menos de una cuadra ya estás dormida.
Repentinamente sientes tu teléfono vibrar, te despiertas y ves la hora. ¡Son las 6:20! Sonríes al darte cuenta de lo bien que te conoces. Te dispones a leer, pero el sueño es más grande y sabes que tendrás tiempo de hacerlo al llegar al colegio, así que guardas el teléfono en las profundidades de tu bolsa para poder ignorar las siguientes alarmas con tranquilidad. Justo antes de la subida que conduce al colegio ocurre el inexplicable misterio: te despiertas sin necesidad de que la monitora te avise que ya llegaron. Bueno, probablemente tu cuerpo ya está acostumbrado y tiene una especie de alarma interna. Te estiras y sacudes el sueño que aún te queda, alistándote para un día nuevo. Con tanto equipaje parece que te vas de viaje por algunos meses, pero después de tanta práctica es fácil salir del bus con todas tus bolsas sin parecer una mala malabarista. Te despides del chofer y de la monitora deseándoles un buen día. Caminas, respiras profundo y ves todo a tu alrededor. Agradeces la nueva página lista para ser llenada. Sabes que será un día maravilloso. Llegas a tu casillero y te das cuenta de que no hay nada mejor.
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